miércoles, 30 de enero de 2008

Aguas



Cada tanto pasa, una sensación casi física que me impacta en esta ciudad: la impresión de ir caminando –navegando tal vez debería decir - en un mundo hecho de agua y aceite.

Agua y aceite: elementos cómplices en eso de convivir sin mezclarse nunca. Puede gelificar - parecer una única sustancia –, amayonesarse bajo condiciones especiales: desde Diciembre 2001 hasta un punto temporal indeterminado, en el que esas condiciones especiales desaparecieron; otra vez gotas que flotan dentro de otro líquido.

El continente de esta no mezcla se llama ciudad de Buenos Aires.

Quizás después de todo el Riachuelo no sea más que nuestra metáfora. Quizás ese canal negro y viscoso, de sustancias que nunca terminan de mezclarse, que en dos dimensiones nos envuelve represente lo que somos, lo que nos pasa.

Camino, navego por las calles en este atardecer de invierno, y me voy cruzando con caras que representan esa imposibilidad, esa sensación absolutamente individual de cada alma (mal)escondida en cada cara de ser definitivamente inintegrable, desoladoramente flotante, en un m(i)ed(i)o hostil, una hostilidad temerosa que abandona esa cara, cada cara, hasta posarse en la mía.

Muchos ojos así.

Son días, diría la filosofía popular. Días en los que uno logra asomarse por encima, levitar sobre la ciudad y ver la ciudad-Riachuelo, verse uno mismo caminando, navegando, temiendo entre las gotas insolubles. No importa quien es agua y quien aceite; quien desperdicio, quien fuel oil, quien residuo tóxico. Yo mismo, que agua pura me creo, soy el residuo tóxico de muchos. Y aceite, y fuel oil. Y desperdicio.

Leí que desde el siglo diecinueve se aprobaron más de 160 proyectos de saneamiento del Riachuelo. Y leí también que ninguno alcanzó su objetivo.

La ciudad y su metáfora comparten un pecado original: en el origen de ambos están las matanzas, matanzas exhaustivas, ciertas de los pobladores primigenios que enrojecieron las orillas de la cuenca alta de nuestra metáfora y le pusieron el triste nombre que aún ostenta. Y la sangre seca negramente, como negras son las aguas del Matanzas donde éste pierde su nombre. Más metafórico aún se me aparece ahora el Riachuelo tantos años después de Garay.

Y ya sabemos: negar Las Matanzas no las anula, no las prescribe, las aguas siguieron bajando negras, por desgracia y también por fortuna, como un recordatorio de lo que en nuestra ciudad ocurrió no hace tanto y que tantos – agua, aceite, qué más da – se empeñaron en ocultar. Negras, negar, anegar.

El Pecado Original, expuesto casi involuntariamente en un grabado de Ulrico Schmidl que representa a un plano de Buenos Aires en 1599. Siglo de Oro.

Fuera de las murallas, a la vera del cauce del Matanzas, tres ahorcados.

1599. Nace Diego Velázquez. Se reabren los teatros en Madrid, se representa a Shakespeare, Lope de Vega tiene una hija o más, de su matrimonio y de su amante Micaela Luján. Un día de ese año ahorcan a tres personas en el apéndice más austral del Imperio. En un solo día. En una aldea mínima. Siglo de Oro, cambalache, problemático y febril. La ciudad primigenia que comienza a matarse a sí misma.

Matanzas a la vera del río cuyo nombre negamos. Matanzas que negamos, que nos negamos.

Y sin embargo...

Hay otras aguas.

Es verano, me siento a las orillas del Plata, recién nacido de entre las últimas islas del delta que desde aquí se atisban; el perfil de verdes se desdibuja en el marrón del río, quien, tal vez queriendo hacer honor a su nombre, vira a plata con el último atardecer. Recorro con mi imaginación todas las orillas hasta el Riachuelo, veo como cada una de sus vueltas y rincones es lenta e inexorablemente recuperado por la naturaleza y por sus gentes de mate, de hijos que juegan a la pelota, por parejas que se besan el tiempo necesario para que todo desaparezca y sólo queden ellos, únicos en el mundo.

Y entonces el miedo desaparece.

Porque la sangre del río Matanzas había llegado hasta aquí, hace muy poco. Pero las grandes aguas de América que alimentan al Plata, tras su aparente indiferencia, castigan y premian. Les dimos la espalda, no quisimos ver, no quisimos mirar tantos años. Y así nos fue.

Ahora sabemos.

Volvemos al río y éste, en un acto que sólo los verdaderamente libres pueden permitirse, nos perdona y nos regala la vida en cada punto que toca.

De la mano del gran río, llego a la Boca del Riachuelo, y ahora que sé, digo:

“Ahora nos toca a nosotros”

Curar la herida del Riachuelo, transformarla en una de esas cicatrices que nos encanta besar en el cuerpo amado; se lo debemos al río, y a nuestras gentes.

Lograrlo será la única prueba de que esta sociedad por fin se ha curado.


1 comentario:

Vórtice dijo...

Ricardo,
He encontrado en tu escrito sensaciones y sentimientos que vienen cada vez que camino por aquellas calles, y si, agua y aceite...

Tal vez te interese leer si no lo hiciste ya http://www.alestuariodelplata.com.ar/indiceeintroduccion.html

Un completo análisis con denuncias e información documentada del tratamiento de aguas en el Río de la Plata...

Te mando un abrazo y muchos besos
Luis